Por Jessica Cueto
A
orillas del mar, una casucha con patio de arena y paredes de tabla... Alta por
los calores y pequeña por la pobreza. Allí vivía una familia constituida por
una madre, un padre y dos o tres hijas, siempre rodeados de gente; la abuela,
los tíos, los vecinos de toda la vida... Alegría con sonido de tambor y salsa nunca faltaron en la casa.
Una
de las niñas tenía problemas, siempre triste, siempre encerrada en su cuarto...
Estaba enferma. No se sabía con exactitud su padecimiento, pero la preocupación
de toda la familia se dirigía hacia ella.
Los
negros cumplían rituales, donde la alegría era parte... Cantos, danzas, fuego y
viento. Todo era parte de la adoración al Dios que todo lo sabe y todo lo ve,
el que daría respuestas a sus plegarias, el que calmaría el espíritu de aquella
niña. No era un Dios católico, no se sostenía en sus culpas. Era un Dios de
vida, que entendía, que gozaba.
En
el patio central se elevaban llamaradas, que se avivaban con baile y tambores.
La llama era grande pero nunca quemó nada. Tan cerca de la paja y tan
respetuosa, era celebración y súplica.
Como
en fiesta de pueblo, la comunidad participaba en la tarima improvisada, con
cantos y bailes. El público se entretuvo al ver al padre en la percusión, mientras
una de las hijas vestida de gala, con gracia incomparable, movía su vestido al
son del tambor. Ambos con fuerza, ambos con amor... Las pisadas y golpeteos en
sincronía perfecta, mientras la llama avivaba al colectivo eufórico...
Repentinamente
el vestido de la niña empezó a responder con brotes de candela, al son de sus
movimientos cada vez más vigorosos. ¡Fuego... fuego! La gente cantaba al mismo son mientras seguían bailando.
Al
finalizar, en calma post-orgásmica quedaron todos sudados, todos con alegría...
Eran parte de la danza con fuego, del gozo y la euforia.
Repentinamente
de manera fulminante se prendió la casa, llamaradas inmensas naranjas rojizas
inundaron la pieza. El silencio atónito de la multitud, miraba la llama que
inmensa y viva acababa con todo. Imposibilitados para entrar, la niña que nunca
salía quedó adentro, atrapada por la candela, sin que nadie pudiera hacer nada.
FIN
Imagen:
Playa de Macuto, 1940. Armando Reverón. Disponible en: http://www.elcambur.com.ve